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Raúl Alfonsín, la civilidad al palo

El 30 de octubre de 1983, Raúl Alfonsín estiró la vigilia todo lo que pudo. Era, por lejos, el día más importante de su vida; la Argentina salía del infierno para elegir un presidente constitucional. Sabía que la cosa era entre peronistas y radicales; que luego de siete años de dictadura, la democracia volvería a ser bipartidista. Pero no estaba completamente seguro de que le tocara a él; pese a que las encuestas –el recurso de última generación incorporado a la campaña electoral- le daban una luz de ventaja, no lo creía del todo. Es que él conocía mejor que nadie la potencialidad electoral del peronismo, el eterno adversario, como para confiar en un triunfo seguro. Pese a que el recuerdo amargo del último gobierno justicialista estaba aún fresco, actualizado por torpezas de campaña como quemar un ataúd a la vista de todos, tenía en claro que el peronismo bien podía dar una sorpresa. Venía barruntando el asunto desde muy temprano, cuando se levantó para ir a votar en Chascomús, en la escuela de siempre. Siguió masticándolo junto con la tira de asado que almorzó, en la quinta de un amigo en San Isidro. La ansiedad no le permitió disfrutar de la corta siesta que intentó, ni lo abandonó en las recorridas por el parque para acortar la espera. Y fue en aumento cuando televisores y radios comenzaron a disparar los primeros cómputos, halagüeños para su partido. Cauteloso, no quiso sumarse al festejo temprano de sus íntimos y prefirió aguardar. Igual que los jefes peronistas, temía que esas primeras urnas fueran arrasadas por el aluvión de La Matanza o Avellaneda. No, no había que descorchar antes de tiempo, aún había muchos votos por contar. Al final, accedió a trasladarse al Comité nacional, en la Capital, donde por esas horas ardía el festejo. Los correligionarios que coreaban su nombre tuvieron que esperar hasta la madrugada, hasta que el candidato se convenció de que lo que decían las encuestas era verdad, que el escrutinio no mentía, que el milagro se había consumado: Ahora, Alfonsín. Entonces salió al balcón y saludó, sonriente, con las manos tomadas por encima del hombro.

El hombre Mezcla de gallego con irlandés, por sus venas corría sangre caliente. Polemista incansable, un poco cascarrabias, capaz de treparse al púlpito para replicar una homilía mordaz o levantar la voz para tapar los silbidos de la tribuna de la Sociedad Rural. O espetarle a alguien que perturbaba su discurso que después de todo no le iba tan mal, gordito. Político a tiempo completo, tan poco afecto a los deportes como bien dispuesto a la comida con amigos, regada con un tinto de buen cuerpo. Se sentía como un pez en el agua cuando se trataba de política y como uno fuera de ella cuando la agenda viraba hacia la economía. Demócrata empedernido, siempre se jugó por la república, jamás por el facto. Menos contemporizador quizá que Balbín, sobre todo con el peronismo, fue un hombre de diálogo. Desafecto a la violencia, no apoyó la lucha armada de los años ‘70, pero, solidario con las víctimas del terrorismo de Estado, cofundó la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos. Versión posmoderna del radicalismo tradicional, fue la bisagra generacional entre la vieja guardia, sus amigos de toda la vida, y los jóvenes de la Coordinadora, que lo adoptaron como padre político. Porfiado y aferrado a sus ideas, hizo política hasta el final de sus días, hasta que la implacable enfermedad dijo basta y lo despachó al Panteón de los Caídos en la Revolución de 1890. Allí permaneció, junto a Yrigoyen y Alem, hasta que fue trasladado a su propio mausoleo.

El legado Su presidencia tuvo puntos altos y bajos. El juicio a las juntas militares, entre los primeros. El desaguisado económico que lo obligó a dejar el cargo antes de tiempo, entre los segundos. Pero no será por su gestión, buena o mala según cómo se la mire, por lo que quedará en la historia. En lo que casi todos coinciden es que su figura se alza claramente como un símbolo de civilidad, como emblema de esa transición complicada y traumática que comenzó en 1983, cuando se calzó la banda presidencial. Entonces representó mejor que nadie los nuevos aires de una Argentina que quería dejar atrás el horror, dio más garantías de compromiso democrático que el resto y por eso fue el más votado. Con él se fue un tiempo, una estética, un modo de hacer política que ya es parte del pasado, devorado por la era digital. Fue el primero de los presidentes de la democracia recuperada en dejar este mundo, pero alcanzó a disfrutar del reconocimiento de sus contemporáneos, algo que suele ser esquivo entre nosotros, muy mezquinos a la hora de tributar homenajes en vida. No es poco.

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