El 19 de agosto de 1845 falleció José Rivera Indarte. Periodista, escritor y poeta, nacido en Córdoba en 1814, hijo de un militar que había dirigido la fábrica de armas blancas de Caroya, y radicado en Buenos Aires desde niño.
Estudió un tiempo en la Universidad de Buenos Aires donde se vio envuelto en problemas de conducta y más tarde incursionó en la política como acólito de Juan Manuel de Rosas, el hombre fuerte de la hora, a quien dedicó varios de sus célebres poemas, entre ellos la “Oda a Rosas”, donde se lee “¡Oh, Gran Rosas, tu pueblo quisiera / mil laureles poner a tus pies…!”. Sin embargo, su paso por el rosismo no terminó bien: fue a parar a las mazmorras del régimen, sospechado de mantener vínculos con los unitarios que habían emigrado a Montevideo.
Cuando recobró la libertad, viajó casi de polizonte a los Estados Unidos de Norteamérica, donde estuvo en Nueva Inglaterra y luego en Nueva York, cobijado por el entonces embajador Carlos María de Alvear. Allí dio rienda suelta a su vocación poética logrando algunas notas altas, como el poemario “Melodías hebraicas”.
En 1840 recaló nuevamente en Montevideo, donde se plegó con el mismo énfasis a la causa antirrosista, poniendo su pluma al servicio de los enemigos del Restaurador, convertido, según algunas opiniones, en uno de los primeros cultores del transfuguismo de la historia argentina.
Autor por encargo de “Tablas de sangre”, un manifiesto que recopilaba los crímenes atribuidos a La Mazorca bajo el lema “Es acción santa matar a Rosas”, con escalofriantes descripciones de los métodos empleados. El inventario de las 480 víctimas atribuidas a Rosas, publicado en simultáneo en Francia e Inglaterra, incluía todas las muertes ocurridas en la época por distintas causas con el fin de abultar aquella cifra en tiempos en que la intolerancia estaba naturalizada.
Se lo tiene por autor intelectual del atentado pergeñado en 1841 contra Rosas—la llamada máquina infernal— que no llegó a consumarse porque falló el mecanismo del sofisticado aparato enviado por correspondencia.
Para reparar su quebrantada salud se trasladó a Brasil, primero a Río de Janeiro y luego a la isla de Santa Catarina, destino de muchos argentinos caídos en desgracia; no en vano en ese tiempo el lugar se llamaba Nuestra Señora del Destierro. Allí falleció el 19 de agosto de 1845, al día siguiente de cumplir 31 años.
Partió de este mundo en brazos de Julián Paz, hermano del famoso Manco, quien escribió: “Vuelvo de conducir al desgraciado Indarte al cementerio. Ha sido acompañado por todos los compatriotas y amigos de la causa residentes aquí. Su sepulcro queda bien señalado para cuando llegue el momento de trasladar sus restos a Buenos Aires, como lo pidió y se lo prometí”. Florencio Varela solicitó que fuera sepultado en Córdoba, aunque sigue en un cementerio próximo a Florianópolis.
En Córdoba, curiosamente, la memoria de Rivera Indarte estuvo y sigue presente. El teatro mayor de la ciudad, inaugurado en 1891, llevó durante décadas su nombre hasta que, en 1973, se lo rebautizó Libertador General San Martín. En aquella misma época se designó con ese nombre a una de las calles principales de la capital y un barrio —Villa Rivera Indarte, en el noroeste de la ciudad— ,algo pocas veces visto en otras partes.
Fue, en definitiva, un personaje controvertido de un tiempo tumultuoso, que Vicente Fidel López retrató sin piedad: “Este Rivera Indarte –un canalla, cobarde– ratero, bajo, husmeante y humilde en apariencia como un ratón cuya cueva nadie sabía, tenía mucho talento y un alma de los más vil que pueda imaginarse”.
El contrapunto corrió por cuenta de Bartolomé Mitre, para quien: “La tiranía saludó su muerte con un grito bárbaro de triunfo; los ejércitos libertadores vistieron luto por el publicista de su causa, y la prensa, viuda de su más valiente atleta, le llorará por mucho tiempo sobre la arena ensangrentada en que combatió”.
En medio, el juicio de Juan María Gutiérrez: “Este pobre mozo, ha de ser juzgado y visto bajo muy diversos puntos de vista, y no siempre favorables, por sus mismos partícipes en opiniones políticas. Ha vivido en medio de una tormenta y no siempre la nave que ayudó a pilotear salió al puerto”.
Lo cierto es que, salvando agravios y elogios posiblemente desmedidos, todas esas visiones encierran parte de verdad.
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