Después de casi doscientos años, el cerro Famatina vuelve a estar en el ojo del huracán. Allá por la década de 1820, cuando la nación independiente apenas gateaba, los ruidos políticos y económicos causados por la explotación del Famatina demoraron la incipiente organización nacional. Claro que aquella vez las voces airadas no fueron las de los ecologistas, que por entonces no existían, ni de pobladores enardecidos por las consecuencias funestas de la extracción de minerales a cielo abierto, que tampoco existía, sino las imprecaciones de Facundo Quiroga, amo y señor de los pagos donde se alza el legendario cerro nevado, ahíto de oro y plata en sus entrañas.
Aquellos eran los tiempos de Bernardino Rivadavia, el avispado político rioplatense que sin ser abogado ni militar se las arregló para convertirse en el primer presidente de la naciente República Argentina. Fue a comienzos de 1826, cuando un congreso general lo ungió de apuro antes de que se completara la representación provinciana, y lo dotó además de una Constitución hecha a la medida de los unitarios. Que por cierto fue repudiada por los jefes del interior, reacios a acatar una norma pergeñada para y por los porteños.
El primero que vio el negocio minero fue el mismísimo Rivadavia, que en su segundo periplo europeo, allá por 1824, tejió lazos con la Hullet Brothers, la firma londinense que estaba interesada en la explotación de los prometedores yacimientos argentinos. El problema de los rivadavianos era una llamada Ley Fundamental dictada por ese mismo Congreso, que entre otras cosas ponía la propiedad de las minas en manos de las provincias en cuyos territorios se hallaren. Ni lerdo ni perezoso, el gobierno de La Rioja celebró un contrato con el financista Braulio Costa, cabeza del grupo empresario que se conformó y que tenía a Quiroga como uno de sus accionistas. Ajenos a estos movimientos, Rivadavia y sus socios londinenses constituyeron la firma que tomaría a su cargo el negocio minero y le pusieron nombre y todo: River Plate Mining Association.
Así las cosas, a mediados de 1825, arribaron a Buenos Aires los primeros ingenieros y capataces fletados por la Hullet para poner mano a la obra. El jefe de la comitiva era Francis Bond Head, más conocido como capitán Head, un sujeto corto de genio que traería más de un dolor de cabeza al gobierno. El sobresalto de este individuo debió haber sido mayúsculo cuando visitó La Rioja y se encontró cara a cara con Facundo Quiroga, quien sin más credencial que su fiereza lo anotició de que el Famatina había sido concesionado a la Casa de la Moneda de aquella provincia y que un forastero como él no tenía nada que hacer allí. Que la mina tenía dueño, mal que les pese a Rivadavia y sus amigos. Good by, Mr. Head.
Al año siguiente regresó Rivadavia para hacerse cargo de la presidencia que le habían conseguido sus amigos durante su ausencia. En Buenos Aires lo aguardaba Mr. Head, indignado y ávido de explicaciones acerca del tambaleante negocio minero, herido de muerte por la intransigencia de Quiroga. El flamante presidente lo tranquilizó, diciéndole que él se encargaría personalmente de enderezar las cosas, un objetivo nada fácil teniendo en cuenta que el recién llegado tenía frentes abiertos por todas partes.
Entretanto, Facundo Quiroga, se disponía a proteger su cerro con uñas y dientes, dispuesto a ir a la guerra si era necesario. A esa altura, el Tigre de los Llanos defendía la religión y el Famatina con el mismo ardor, para que quedase claro que nada lo unía con Rivadavia. “Religión o muerte”, rezaba el paño negro que agitaban sus bravos capiangos en el campo de batalla. Le tocaría a Gregorio Aráoz de La Madrid enfrentar a Facundo, pero el riojano le dio una terrible paliza en el combate de El Tala, el 27 de octubre de 1826. Minga para los porteños, el Famatina no se toca, rugía el vencedor.
En medio de ese jaleo, con la azarosa guerra con el Brasil como telón de fondo, a Rivadavia se le escurría el poder como arena entre los dedos. La situación política era de una gran volatilidad y, por supuesto, los jefes provinciales como Bustos, López, Ibarra, Heredia, cada uno a su manera, agitaban el país interior, soliviantando los espíritus en contra del gobierno nacional. Y cada vez que podían, pedían la cabeza del presidente unitario. A esa altura, la constitución rivadaviana era letra muerta.
Días de furia
Para mayor desgracia del presidente, Manuel García, su enviado plenipotenciario para negociar y firmar el tratado de paz con el Brasil, resignó en la mesa de negociaciones lo que los ejércitos patrios habían conseguido en los campos de batalla. Fue la gota que colmó el vaso. La estocada final para el débil régimen que ya no tenía quien lo defendiera.
Y sobre llovido, mojado. En medio de esos días de furia ocasionados por la claudicación diplomática de García, El Tribuno, un periódico afín a Manuel Dorrego, publicó correspondencia reservada entre Mr. Hullet y Rivadavia por el asunto de las minas, que ponía al descubierto las supuestas coimas cobradas por el presidente argentino para favorecer los intereses británicos. Mientras, en Londres, el capitán Bond Head echaba más leña al fuego denunciando que Rivadavia recibía mil doscientas libras al año sólo por presidir la junta directiva de la compañía minera del Río de la Plata.
El único camino que le quedaba al presidente era la renuncia; y lo recorrió. Como sería su descrédito que el Congreso le aceptó la dimisión con 48 votos sobre 50.
Las facturas no tardaron en llegar. Los opositores enviaron al Congreso el reclamo de la compañía minera por gastos que, según los puntillosos ingleses, realizaron antes de quebrar por culpa del gobierno argentino. Exigían reembolso, cuando en realidad la casa matriz en Londres había sido afectada por un crack bursátil. Ya en esa época había burbujas financieras en el mundo capitalista.
Lo cierto es que el Famatina, al menos esa vez, se salvó de caer en las garras de firmas multinacionales. Con el paso de los años, la frustrada Mining y el empréstito de la Baring Brothers, entre otros episodios teñidos de corrupción, convirtieron a Rivadavia en la bestia negra de la historia argentina, opacando todos sus logros, si es que los tuvo.
El dueño de la avenida que alberga su mausoleo, la más larga del mundo según los porteños, no pudo remontar esa imagen negativa que lo persigue hasta el presente.
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