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Sarmiento. Los últimos días del maestro.

"Sarmiento acababa de expirar. Su cadáver reposa sobre un catrecito de hierro, encima de varios almohadones. Tiene el rostro dado vuelta hacia la pared, y una de sus manos extendida sobre el cuerpo. Sosteniendo esa mano helada, de rodillas junto al lecho (...), su nieta María Luisa. Al pie de la cama, Faustina, la hija del general Sarmiento, desfallece entre los brazos de dos nobles señoras (...); Julio Belin, de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, deja correr sus lágrimas en silencio”. Así describe Martín García Merou, embajador argentino en el Paraguay, el cuadro que se presentó ante sus ojos en la madrugada del 11 de septiembre de 1888.

El que yace, exánime, en aquella modesta habitación de hotel, le dio al país –entre otras cosas– las bases de la educación popular. Sarmiento, que en vida fue un hombre de acción, fogoso y obstinado, seguramente hubiera preferido terminar sus días de otra manera, menos apacible. Esa muerte mansa, que llegó como en puntas de pie, no iba con su temperamento.

A fines de mayo de 1888, con sus 77 años a cuestas y una bronquitis crónica que lo agobiaba, abandonó la fría y húmeda Buenos Aires con la idea de establecerse en la cálida Asunción. En el muelle porteño, poco antes de la partida, le confesó a su nieto que ésa sería la última visión que tendría de la ciudad que lo cobijó durante más de tres décadas a lo largo de su vida.

A poco de llegar, se instaló junto a los suyos –su hija Faustina y una de sus nietas, María Luisa– en un hotel de las afueras de la capital paraguaya, en un lugar llamado la “Cancha Sociedad”. Se dice que mientras estuvo alojado allí, Sarmiento, un auténtico gourmet, padeció la cocina del lugar.

La casa y otras ocupaciones Cerca de la posada tenía una parcela de terreno que le habían regalado sus amigos residentes en el Paraguay. Decidido a levantar su propia vivienda en ese solar, encargó una casa de hierro, isotérmica (de paredes dobles), como las que había visto en Estados Unidos, y a partir de ese momento dedicó todo su empeño a preparar el lugar. Dispuso cercar el predio con palmeras y cañas de bambú y se puso él mismo al frente de las obras. Repuesto momentáneamente de la bronquitis, era habitual encontrarlo por aquellos días dirigiendo a la peonada, enfundado en ropas de trabajo y escudándose del sol tropical bajo un sombrero de paja de alas anchas. No quería descuidar ni el más mínimo detalle de la que sería su residencia; hasta se ocupaba del cuidado de un bosquecillo vecino donde gustaba ir de picnic.

Al caer la tarde se refugiaba en su cuarto de hotel y se entregaba a las actividades que más lo apasionaban: leer y escribir. Incansable, no tardó en meterse en las cuestiones locales y dar consejos y recomendaciones a través de una serie de artículos que publicó bajo el título de “El Paraguay industrial”. No se agotaba allí su compulsión literaria: a mediados de junio el autor del memorable Facundo redactó un pormenorizado programa de festejos para conmemorar la Declaración de la Independencia que envió a sus paisanos sanjuaninos. El clima había logrado despertar en él su espíritu expansivo y emprendedor de antaño. Alternaba sus quehaceres con tertulias y paseos en compañía de García Merou, el embajador argentino con quien labró una cálida amistad. Visiblemente animado, llegó a planificar su propia recepción de bienvenida: un almuerzo campestre “a la canasta” donde cada diplomático invitado aportaría un plato típico de su respectivo país y a cuya organización se entregó con obsesiva dedicación. Sin embargo, la fiesta no llegó a celebrarse, frustrada por un inesperado como copioso aguacero tropical. Lejos de amilanarse, se puso un objetivo más ambicioso aún: la inauguración de su nueva residencia.

El cambio experimentado era tan notable que no parecía la misma persona que, años atrás, había tratado a Alberdi de “camorrista, saltimbanqui, abate por los modales, de tener voz de mujer y ser un conejo por lo miedoso y un eunuco por la falta de aspiraciones políticas”; o el que, poco después, la emprendió a rebencazos contra un viejo enemigo en la vía pública y a la vista de todo el mundo en las calles de Buenos Aires. Claro que esas rabietas luego se le pasaban. A Alberdi le dedicó uno de sus mejores libros: La Campaña del Ejército Grande y siempre guardó por el tucumano un gran respeto intelectual.

Con el transcurso de los días, la casa iba cobrando forma. En poco tiempo estuvo techada y, aunque del pozo que mandó a excavar aún no manaba agua, las diamelas y jazmines florecían por doquier. Su afición por la naturaleza no era nueva: en 1885 pidió ser nombrado juez de Paz de Junín para salvar a las garzas en peligro de extinción.

La gran inauguración Todo parecía sonreírle al impetuoso luchador. Impaciente, contaba los días que faltaban para la gran inauguración. “Hágame el gusto de estimular a su mucamo a principiar cuanto antes el empapelado. Me inspira más confianza que cualquier italiano y lo he preferido para esta changuita”, le escribió en una de sus últimas misivas al ministro argentino.

Sarmiento quería que todo estuviese listo para cuando llegase Aurelia Vélez, la hija de su amigo Dalmacio Vélez Sársfield, quien a su regreso de Europa se había embarcado en el Olimpo rumbo a Asunción. “Venga, juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida”, le había escrito Sarmiento, suplicante, a la mujer amada. Se había ocupado personalmente hasta de las típicas lamparitas paraguayas, confeccionadas con cascos de naranjas cortadas por la mitad y rellenados con sebo derretido y una pequeña mecha de algodón, para iluminar las mesas del festejo que lo desvelaba. Entusiasmado, le escribía a su amigo José Macías, diciéndole: “Acuérdese que me prometió buscarme una música de flauta, violín, guitarra y arpa. Eso es esencial con lamparitas. No se olvide”.

Aurelia –que por entonces tenía 52 años– llegó sobre mediados de agosto y el domingo siguiente a su arribo se llevó a cabo la ansiada inauguración. A Sarmiento se lo veía feliz como un niño, junto a aquella mujer, a su hija Faustina, a sus nietos (había llegado Julio Belin) y a sus amigos. “La vida es bella”, parecía leerse en la mirada del irascible polemista, entregado a agasajar a sus invitados. Pocos días más tarde, Aurelia regresó a Buenos Aires. A partir de ese momento los males parecieron precipitarse. La semana del final El 5 de setiembre se desató una tormenta infernal. Ese día Sarmiento se había excedido en sus actividades, eufórico porque del pozo comenzó a brotar agua en abundancia. Gravemente indispuesto, se recluyó en el hotel. Postrado en su sillón de lectura, respiraba con suma dificultad y casi no ingería alimentos. Todos los médicos de Asunción coincidieron en la gravedad del mal que lo aquejaba. “Caquexia cardiaca” fue el diagnóstico fatal. Su estado empeoraba día a día. Desde Buenos Aires llegaban numerosos telegramas, oficiales y particulares, interesándose por la suerte del ex presidente y deseándole una pronta recuperación, pero nada podría ya cambiar los designios del destino. En aquellas horas terminales, seguramente Sarmiento lamentó no poder estrenar la vivienda que con tanto empeño había preparado. No llegaría a contemplar la fronda chaqueña y el río Paraguay desde la ventana de su dormitorio, como lo había soñado.

¿Cómo se lo recordaría? ¿Como escritor, pensador, periodista, educador, político, guerrero...? debió preguntarse en su lecho de muerte aquel hombre que no dejó ningún debate sin fecundar con sus convicciones, siempre vehementes, siempre flamígeras. De algo podía estar seguro: de que se lo recordaría, de que su persona no caería en el olvido. Un par de años atrás había arreglado su testamento ológrafo declarando a su hija Faustina –fruto de una relación con una joven chilena con la que no llegó a casarse– única y universal heredera de sus bienes, aunque posteriormente Benita Martínez Pastoriza, su esposa legítima, logró que la Justicia le reconociera sus derechos. Su otro hijo, Dominguito, había muerto trágicamente en la Guerra del Paraguay, en Curupaytí.

El óbito llegó el 11 de septiembre a la madrugada. El traslado de sus restos desde Asunción a Buenos Aires se hizo en buque, por el río Paraná. Su paso fue una continuada manifestación de pesar. El féretro –cubierto a pedido del muerto por las banderas de Argentina, Paraguay, Chile y Uruguay– arribó a la capital argentina el 21 de septiembre bajo una intensa lluvia. Una multitud –entre la que se hallaba Aurelia Vélez– lo acompañó hasta su última morada, en el cementerio de la Recoleta.

El presidente Juárez Celman, con quien en vida no se llevaba bien, decretó duelo nacional y dispuso se le rindiese honores de presidente en ejercicio. Los diarios de la época, en un hecho inusual, se unificaron bajo el nombre de La Prensa Argentina para rendirle postrer homenaje. En el acto del sepelio hablaron varias personalidades destacadas, entre ellas, el vicepresidente Carlos Pellegrini, quien lo despidió como “el cerebro más poderoso que haya producido América”.

Mientras muchos argentinos lo lloraban, algunos de sus enemigos más acérrimos celebraban su muerte. Así era Sarmiento; las medias tintas no iban con él.

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