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Según pasan los años, almacenes de barrio


Año 1954. Así se veía un típico almacén de barrio, en este caso ubicado en pasaje Alicante 2531, de barrio Colón.(Gentileza Sebastián Zurano)


En tiempos remotos, la gente se abastecía en almacenes de ramos generales o en pulperías, sobre todo en el campo. Con el transcurso del tiempo, en cada pueblo, barrio o vecindario hubo un almacén, mejor o peor provisto, pero infaltable en el paisaje urbano.


Allí se compraban comestibles y artículos de primera necesidad. La mayoría de los productos se vendían sueltos: aceite, azúcar, fideos, yerba, crema, según el peso que el almacenero sopesaba a ojo y confirmaba la balanza. Luego se envolvían en papel de estraza, cerrado con nudos tipo empanada. No había bolsas de polietileno, solo de papel madera.


“Don Manolo”

La yapa y el fiado eran una institución. La clientela habitual gozaba de la prerrogativa de contar con una libreta donde se anotaban los consumos, usualmente con el lápiz de tinta que el dueño del local colocaba sobre su oreja una vez asentada la anotación. Basta recorrer las tiras de Mafalda para hallar este personaje, que el gran Quino inmortalizó como el dueño del almacén Don Manolo, papá de Manolito. La yapa era el modesto premio —un poquito más de algo— que el almacenero otorgaba graciosamente si estaba de buen humor.


Pocos artículos venían fraccionados y no había demasiadas marcas para elegir. Sobre fines de la década de 1950 aún no se vendía mayonesa en frasco, leche en sachet ni gaseosas de litro; tampoco caldos en cubos ni sopa en sobres. Ni yogures ni queso rallado; había que prepararlos o rallarlo en casa. Los fósforos eran de cera, no de madera. Los envases eran de vidrio y retornables. La leche venía en unas botellas verdosas y panzonas, cerradas con una delgada lámina de hojalata a la que se le pegaba la nata. El vino y los refrescos en envases de litro, taponados con corchos de alcornoque; nada de tetra briks, tapas rosca o botellas plásticas.


Jabón para lavar los había de varios tipos: en panes, de marcas conocidas; en escamas, dentro de unas cajas de cartón; o en polvo, en bolsas alargadas. Productos para combatir insectos y alimañas, como el flit y la creolina, tenían mucha salida, igual que los espirales, único recurso para ahuyentar a los mosquitos, sobre todo en verano; los aerosoles aún no se conocían. Casi todos los almacenes proveían maíz y alimento para gallinas —muchas casas tenían gallineros en los fondos— y alpiste para los canarios. Alimento balanceado para fauna doméstica no existía porque los perros comían las sobras de la casa.


Escasas golosinas: alfajores, chocolatines, turrones y unos caramelos masticables, cuadrados y grandes, con maní molido, que se pegoteaban a los dientes. Lo más sofisticado eran unas gallinitas de caramelo adosadas a un petit cucurucho, y chupetines envueltos en papel de celofán, algunos con forma de bolita, de distintos colores y gustos. Había chiclets en cajitas, precursores de los gomosos, que incluían una microtira de aventuras del personaje —Joe Bazooka— que se leía con avidez. Las galletas dulces venían en cajas de lata y se vendían por peso, aunque tampoco había gran variedad, la mayoría de una marca líder.


Horarios

Los horarios eran discrecionales, aunque discontinuados, imposible conseguir algún local abierto durante la siesta. Algunos almacenes tenían un delivery rudimentario: cadetes que llevaban el pedido a domicilio; a pie o en bicicletas de reparto, provistas de una gran canasta montada en la parte delantera donde se colocaban los bultos. Se cruzaban con los vendedores ambulantes, que voceaban su mercadería a voz en cuello, y con los repartidores a domicilio, como el sodero y el lechero, que al principio traía la leche en tachos y luego en botellas. Personajes que solían disparar cuentos y chistes de doble sentido. Incluso el panadero, el verdulero y el hielero solían pasar por las mañanas a dejar sus mercancías. A más de una corte de buhoneros, afiladores y reparadores de ollas y colchones que deambulaban por las apacibles calles de entonces.


Para encontrar productos importados de calidad, como el azafrán y toda clase de enlatados y delicatessen para abastecer la buena mesa, se recurría a los grandes almacenes del centro, bien provistos de los mejores jamones, licores, especias, vinos finos, mariscos en lata y demás. Carnes y pescados de toda clase, en los mercados.


Los primeros supermercados aparecieron a fines de la década de 1960, con sus góndolas y changuitos, que revolucionaron las costumbres. Les siguieron los shoppings y las grandes superficies, y novedades como el e-commerce y las ventas online, que fueron como un tornado para los almacenes de barrio que, pese a todo, siguen en pie. Enhorabuena.


* Nota para el Diario La Voz del Interior



Según pasan los años | Historia | Esteban Dómina

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