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Según pasan los años, el teléfono: de lujo a adicción

Actualizado: 4 ene 2021



Alexander Graham Bell lo patentó en 1876, a pesar de que el aparato para hablar a distancia ya había sido desarrollado anteriormente por el italiano Antonio Meucci. También creó la primera compañía para explotar el servicio, la Bell Company.

De a poco, el novedoso invento se extendió por todo el mundo, marcando un antes y un después en la era de las comunicaciones. En Argentina, la primera comunicación telefónica se realizó en Buenos Aires en 1878 y en 1881 se instalaron los primeros aparatos. El servicio fue prestado por compañías extranjeras hasta la creación de ENTel, la empresa estatal, en 1946.

En los comienzos, era todo un lujo tener teléfono, un recurso solo al alcance de las clases altas. Con el tiempo aumentó el número de usuarios, aunque hasta bien entrado el siglo 20 seguía habiendo pocas líneas. Algunos aparatos eran de pared, otros de mesa, negros y grandes. El ring era estridente, provocado por la campanilla que tenían incorporada. Los teléfonos a manivela ya no existían, salvo en algunas residencias rurales.

La escasez de conexiones se suplía con solidaridad. Era habitual que en el almacén o la farmacia del barrio lo prestaran a cambio de una moneda, y que en casas particulares lo facilitaran a sus vecinos en casos de emergencia, cualquiera sea la hora. Los teléfonos públicos aparecieron bastante después y no había muchos, sobre todo fuera del radio céntrico. Y los que había casi nunca funcionaban; con frecuencia eran blancos del vandalismo urbano. La guía telefónica era un exhaustivo vademécum de los felices poseedores de líneas, donde a su vez constaba el domicilio; una suerte de Google gráfico de antaño.

El cine no se privó de sacar jugo al asunto, desde los teléfonos bizarros de las divas hollywoodenses, al teléfono rojo de los líderes mundiales o los sofisticados aparatos de los espías: cómo olvidar el zapatófono del Superagente 86. Y en la televisión, donde brillaban los ingeniosos diálogos telefónicos de ficción de Tato Bores con presidentes y ministros.

Antes del telediscado, las llamadas locales no requerían de la intervención de las operadoras de antaño, que manipulaban las clavijas; pero las de larga distancia debían hacerse a través de la central, y se necesitaba paciencia hasta lograr la comunicación con el número solicitado, más aún si la llamada era a un lugar lejano, y ni hablar si era internacional. El sucedáneo en casos de urgencia era el telegrama, pero no surtía el mismo efecto que un telefonazo.

El primer avance fueron los inalámbricos. La transmisión de imagen seguía siendo una quimera: el uso del fax aún no se conocía; tampoco la fotocopiadora. A gatas que existían los teletipos, pero solo contaban con estos aparatos los diarios y algunas corporaciones importantes. Tampoco había telecentros; el único lugar de la ciudad de Córdoba donde existían cabinas públicas era la sede de ENTel, donde, en ciertos días claves, el de la madre, por ejemplo, se concentraba gran cantidad de gente para saludar a sus progenitoras.

Ni remotamente se hablaba de telefonía celular. Nadie, por más novelas de Julio Verne o Rad Bradbury que hubiese leído, se le cruzaba por la mente que algún día podría llevar su propio teléfono en miniatura en el bolsillo. Y ese día llegó a fines de los 80, junto con la privatización del servicio. Los primeros teléfonos celulares eran voluminosos, imposibles de acarrear como no sea portándolos en mano, hasta que sus dimensiones se fueron reduciendo y aparecieron unos aparatitos con tapa para abrirlos y cerrarlos, y más tarde los eficientes adminículos analógicos provistos por una marca emblemática que quedó en el camino.

Hoy es imposible concebir la vida cotidiana sin esa suerte de prótesis que es el smartphone, que va tornando cada vez más dependientes a sus poseedores, que son casi todo el mundo. Para lo menos que se los usa es para hablar, y mucho para acceder a redes sociales, obtener y enviar selfies, filmar, chatear, whatsapear, usarlos como calculadora, comprar, vender, jugar, y toda una gama de sortilegios virtuales que, según sus críticos, reemplazaron las relaciones personales y, por añadidura, obligaron a padres responsables a dilatar hasta donde les resulta posible la provisión del aparatito reclamado tempranamente por sus párvulos y, después, a vigilar cómo mejor pueden qué hacen con ellos.

No vale siquiera la pena tratar de elucubrar lo que nuevos desarrollos en ciernes nos tienen deparado. Como fuere, está claro que —para bien o mal, según cómo se lo vea— toda esta parafernalia tecnológica llegó para quedarse. Bienvenidos a la era digital.


*Nota para el Diario La Voz del Interior

Según pasan los años | Historia | Esteban Dómina

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