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Según pasan los años, la carta: un arte perdido de comunicarse a distancia


La carta: un recuerdo de épocas de comunicación manuscrita y tiempos más lentos.


Cómo olvidar el discreto encanto de la carta, la magia que encerraba esa saeta de papel que atravesaba el éter y llegaba a todas partes, aun a los puntos más remotos. Aquella fascinación de antaño quedó sumida en el olvido; hoy sólo aterrizan cedulones, multas, facturas o intimaciones.

Sin embargo, “hubo un tiempo que fue hermoso” –dirían Nito y Charly– en que esas misivas cargadas de sentimientos y emociones iban y venían, dispersando adrenalina por doquier.

Cartas cargadas de buenas y malas noticias, de caligrafía atildada o letra indescifrable, con o sin errores de ortografía según la erudición del escriba, amenas o aburridas, pero todas esperadas con inocultable ansiedad.


Cartas de amor, donde la amada o el amado se juraban amor eterno y aseguraban no poder seguir viviendo lejos uno del otro. Si se quebraba la relación, se procedía a la mutua devolución ritual de esas cartas. Cartas lacónicas, de pocos y concisos renglones, o copiosas, de varios pliegos; intercambiadas por parientes, amigos, colegas, camaradas, que a la distancia se contaban sus cuitas. Tan importantes como esas otras que jamás llegaban, y que el frustrado destinatario desesperaba en recibir, como aquel coronel retirado que no tuvo quien le escribiera, según imaginó Gabriel García Márquez.


Cartas históricas, como las que se cruzaban los padres de la Patria, San Martín y Belgrano, o las que Guadalupe Cuenca siguió escribiendo a su Mariano Moreno sin saber que él jamás las leería porque ya no estaba en este mundo. O la que pergeñó Encarnación Ezcurra para engañar a su futura suegra, la mamá de Juan Manuel de Rosas, notificando un falso embarazo. Algunas póstumas, como las de Leandro Alem, Lisandro de la Torre y René Favaloro antes de quitarse la vida. O las que los héroes de Malvinas garabateaban a sus madres en las trincheras, mientras los misiles surcaban el cielo austral.


Durante siglos no hubo otro medio que la comunicación epistolar para mantener vivo el vínculo que no se quería perder. En papel romaní o barato, perfumado o rasgado por la emoción o la bronca, con huellas de rímel o lágrimas resecas; todo servía a igual propósito: compartir ilusiones y pesares, éxitos y fracasos, caídas y levantadas, lo mismo daba.


Redactadas de puño y letra por el remitente o encargadas a terceros por los menos aptos para la pluma. Públicas o secretas, como las que se solían mandar subrepticiamente en la edad de la inocencia con la consabida frase: “te amo”. Sobres rasgados con pulcritud o abiertos de apuro, con impaciencia mal disimulada. Cartas que una vez leídas se guardaban y se ponían amarillentas por el tiempo, otras que se rompían o, incluso, se quemaban para que no quedaran rastros de ellas.

Las había pletóricas de ingenuidad infantil, como las dirigidas al Niño Dios o a los Reyes Magos, pidiéndoles lo que se deseaba que trajesen. Tan esperanzadoras como las que los náufragos arrojaban al mar dentro de una botella esperando que alguien las hallara; o aquellas otras respondiendo a un aviso clasificado para conseguir trabajo o participar de algún concurso o sorteo remoto.


Durante el reinado de la carta, se usaba a menudo el servicio postal. Las cartas se echaban en los buzones que había en algunas esquinas, previo pegar la estampilla, o enviadas certificadas o expreso si se quería que llegasen más rápido. Para eso había que concurrir al Correo Central y ponerse en la fila, siempre poblada. También estaban las encomiendas, paquetes que el correo transportaba a cualquier punto del país. Todos confiaban en aquel Correo estatal.


Así fue hasta que la modernidad decretó el fin de esa entrañable costumbre, enviándola al campo inconmensurable de la nostalgia. El vértigo de la vida moderna hizo que la gente, concentrada en otras prioridades y urgencias, no tuviera tiempo de sentarse a escribir o leer y disfrutar plácidamente de la pausa epistolar.


La carta de papel fue progresivamente reemplazada por los recursos que la tecnología puso al alcance del público, como los e-mails, por ejemplo, o los mensajes de texto e incluso de voz, que prescinden de la sintaxis, y toda la batería de medios digitales que permiten la emisión de recados instantáneos, abundantes en neologismos y abreviaturas ad hoc.


Sirven, pero no tienen igual efecto: no es fácil imprimir a la palabra tecleada o vocalizada la calidez ni la energía del manuscrito. No es lo mismo leer un mensaje digital que palpar el pliego de papel y percibir el ligero aroma de la tinta… no es lo mismo.


* Nota para el Diario La Voz del Interior



Según pasan los años | Historia | Esteban Dómina

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