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Tres idealistas para recordar

Idealista es alguien capaz de luchar por sus ideales; de sostener sus convicciones más allá de razones de conveniencia, oportunidad o provecho personal. En el caso de los hombres públicos, esa virtud puede convertirse en un freno antes que en una palanca para facilitar el ascenso. Es que el idealista suele venir revestido de una coraza ética que le impide tolerar lo que otros pueden sin sentir remordimiento alguno.

La historia argentina registra no pocos casos de personajes que responden a ese estereotipo, como los tres que se evocan en esta nota y cuyas vidas terminaron trágicamente.

Leandro Alem Tenía 11 años cuando su padre fue ejecutado por los vencedores de Caseros por haber pertenecido al bando rosista. A los 27 años ya era diputado. Una década más tarde, Alem, fogoso e inconformista por naturaleza, dejó la banca para seguir bregando desde el llano por un orden más justo. Para atisbar desde su bufete de abogado cómo el cuerpo social de la joven República mutaba con la incorporación de legiones de inmigrantes que traían junto a sus bagajes las ideas anarquistas y socialistas en boga. Comprendió entonces que ni esa masa de individuos recién llegada, ni la incipiente clase media doméstica tendrían lugar en el cerrado sistema político dominante. Y que no tardarían en reclamarlo.

Para asistir a ese parto histórico, Alem decidió volver a la arena política. Junto a otros notables de su tiempo fundó el Partido Republicano, de efímera vida, y participó del legendario mitin del Jardín Florida, donde nació la Unión Cívica. Poco más tarde, en julio de 1890, estalló la llamada Revolución del Parque, que acabó con la presidencia de Juárez Celman. Ese día Alem se recibió de caudillo.

La Unión Cívica no tardaría en sufrir su primer desgarro interno, ocasionado por el alejamiento de Bartolomé Mitre y otros referentes. La bandera de la intransigencia quedó entonces en manos de Alem, por entonces senador nacional y jefe del ala dura de los cívicos, donde ya militaba su joven sobrino: Hipólito Yrigoyen. Tío y sobrino participaron de la fundación de la Unión Cívica Radical. La actividad opositora del flamante partido se tornó cada vez más ríspida, hasta que en 1893 estalló una revolución a escala nacional liderada por el propio Alem desde Santa Fe. Aquella batahola le costó la cárcel y el posterior destierro a Montevideo.

Un par de años después, una denuncia pública que lastimó su honor ahondó aún más su desazón. La noche del 1º de julio de 1896, poco antes de dirigirse al Club del Progreso, donde lo esperaban sus amigos, escribió una última carta. En el coche que lo trasladaba se descerrajó un balazo. “Que se quiebre, pero que no se doble”, fue la frase que dejó para la historia en aquella carta final.

Lisandro de la Torre En tiempos de la llamada "década infame", Lisandro de la Torre era senador por Santa Fe, donde el Partido Demócrata Progresista pisaba fuerte. De cuño republicano y rural, aquel partido cobijaba a hombres de la política que, a su tiempo, no se sintieron contenidos por el ascendente radicalismo yrigoyenista ni por el viejo conservadurismo.

De la Torre se inició en la política de la mano de Alem. Tras la muerte del caudillo, abandonó las filas radicales, decepcionado por la conducción de Hipólito Yrigoyen, con quien llegó a batirse a duelo. No hubo reconciliación posterior, y cada uno siguió adelante con distinta fortuna. Mientras Yrigoyen alcanzó dos veces la presidencia, a De la Torre se le escaparon otras tantas; la última en 1931, cuando encabezó la fórmula de la alianza demócrata progresista - socialista que resultó derrotada por el pacto conservador de la Concordancia. Desde su banca, De la Torre se convirtió en una piedra en el zapato del régimen, en la única voz opositora que resonaba en un Senado dominado por el oficialismo. Eran los tiempos del pacto Roca-Runciman, de hacendados ricos y campesinos pobres. Incansable, en 1934 propició la creación de una Comisión Investigadora del negocio de la carne, que prontamente expuso a la luz del día manejos espurios que salpicaban al gobierno. Durante la interpelación de dos ministros prominentes, un matón acabó con la vida de Enzo Bordabehere, senador electo por Santa Fe. Fue una estocada fatal de la que De la Torre, pese a que sobrevivió al atentado, no logró reponerse.

Con gran esfuerzo permaneció algunos meses en el Senado, hasta que, cansado de sobrellevar sobre sus hombros una lucha tan solitaria como estéril, a fines de 1936 renunció a la banca. A partir de ese momento se retiró de la política activa y se recluyó en su domicilio porteño. No tenía familia y estaba envuelto en problemas patrimoniales.

La noche de Reyes, el 5 de enero de 1939, abrumado por las contrariedades y sin fuerzas para seguir luchando, se sentó delante de su máquina de escribir y redactó una última carta dirigida a sus amigos. Después se disparó un balazo en el corazón.

René Favaloro No fue un dirigente político pero su sensibilidad y solvencia moral lo convirtieron en un referente social de su tiempo. Nacido en 1923, 26 años después se recibió de médico en la Universidad Nacional de La Plata, su tierra natal. Recién graduado, recaló en Jacinto Aráuz, un pequeño poblado pampeano donde llegó para cubrir la vacante de médico. Aquella experiencia como médico rural le sirvió para forjar su perfil humanista y comprometerse a fondo con su profesión. Allí comprendió que el acto médico "debe estar rodeado de dignidad, igualdad, piedad cristiana, sacrificio, abnegación y renunciamiento", como dejó asentado.

Después vino la fase internacional de su formación, en Cleveland (EE.UU.) donde permaneció una década especializándose en cirugía torácica y cardiovascular. Perfeccionó la técnica del bypass, el procedimiento que cambió el tratamiento de la enfermedad coronaria. A su regreso, en 1975, creó en Buenos Aires la Fundación Favaloro, un instituto especializado en cardiología que muy pronto se convirtió en un centro de formación de excelencia de profesionales del país y del exterior.

Sin embargo, sus preocupaciones no se limitaban al ámbito estricto de la Medicina sino que abarcaban los problemas sociales más acuciantes de su tiempo, como la desigualdad social, la marginalidad y la falta de oportunidad de los jóvenes de familias pobres. Su pasión por la historia lo llevó a admirar a San Martín, a quien dedicó uno de sus libros: “¿Conoce usted a San Martín?”. Demócrata comprometido, en 1984 integró la CONADEP, la comisión que investigó los crímenes de lesa humanidad cometidos por la última dictadura.

Docente e investigador a tiempo completo, descuidó problemas terrenales propios de la época y las finanzas de su instituto se desbarrancaron. Abrumado por esos problemas y decepcionado por la falta de respuesta a sus incesantes reclamos, el 29 de julio de 2000 puso fin a su vida disparándose, paradójicamente, un tiro al corazón.

“Quizá el pecado capital que he cometido fue expresar siempre en voz alta mis sentimientos, mis críticas, insisto, en esta sociedad del privilegio, donde unos pocos gozan hasta el hartazgo, mientras la mayoría vive en la miseria y la desesperación. Todo esto no se perdona, por el contrario se castiga”, escribió en su carta póstuma.

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