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Una bandera, cuatro escuelas y mucha, mucha dignidad

Murió el 20 de junio de 1820. Antes de eso, en vida, Manuel Belgrano hizo muchas cosas buenas por su patria.

Para empezar, creó la Bandera. ¿Cómo fue? ¿Miró el cielo y se inspiró en el celeste que se reflejó en sus ojos también celestes? Quizá sí, pero lo más seguro es que, necesitado de contar con una divisa, eligió los colores borbónicos.

Son los mismos de la escarapela, que existía también gracias a él. Y los mismos del tocado, túnica y manto de la Virgen de la Inmaculada Concepción, patrona de la Casa de Borbón. Para comprobarlo, basta con echar un vistazo en Internet a los retratos de la familia real de España. El de Fernando VII, por caso, luce sobre su prominente barriga la banda celeste y blanca que inspiró a Belgrano.

Aun así, a los del Triunvirato no les cayó bien lo de la Bandera. Que la ocultara con disimulo, le dijeron. Que siguiera usando la que flameaba en el fuerte de Buenos Aires, roja y amarilla, le sugirieron. Para seguir con eso de no romper del todo con España, como si lo hecho hasta allí hubiese tenido vuelta.

Pero Belgrano estaba ya camino a Jujuy en busca del enemigo. ¿Cómo marchar a la guerra sin una bandera? La desplegó nuevamente el 25 de mayo de 1812 en la plaza de San Salvador de Jujuy y ardió Troya. Desobediencia fue lo menos que le mandaron a decir esa vez.

"La Bandera la he recogido y la desharé para que no haya ni memoria de ella, pues si acaso me preguntaran por ella, responderé que se reserva para el día de una gran victoria por el Ejército, y como éste está lejos, todos la habrán olvidado y se contentarán con lo que se les presente", respondió, atribulado por la estúpida reprimenda.

Apenas dos meses más tarde, se dio un gran gusto: un triunfo enorme, rotundo, el de Tucumán y, entonces, sí, el águila de tela volvió a desplegar sus alas, esta vez para siempre.

Cuatro escuelas En marzo de 1813, tras la batalla de Salta, su segundo gran triunfo consecutivo, Belgrano recibió de la Asamblea Constituyente, como premio por sus servicios, un sable con guarnición de oro y bienes inmuebles del Estado por valor de 40 mil pesos fuertes.

Belgrano aceptó con la condición de que se le permitiera donar esa suma para la creación y el sostenimiento de cuatro escuelas públicas en el Norte: Tarija, Jujuy, Santiago del Estero y Tucumán. Tenía en claro que con la guerra no bastaba, que había que alfabetizar.

Claro que, por los avatares de la época, tomó tiempo cumplir con su voluntad. A duras penas las escuelas comenzaron a funcionar en lugares prestados al principio, como se pudo, hasta que no hace tanto se completó la construcción de los cuatro edificios.

Belgrano fue más allá y redactó de puño y letra el reglamento para las "Escuelas del Norte", como las llamó, donde dejó plasmada su visión educativa, claramente ligada a la idea de libertad. Vale la pena transcribir de modo textual aunque más no sea uno de los 22 artículos de ese catálogo virtuoso. El 18, por ejemplo, dice: "El maestro procurará con su conducta y en todas sus expresiones y modos inspirar en sus alumnos, amor al orden, respeto a la religión, moderación y dulzura en el trato, sentimiento de honor, amor a la verdad y a las ciencias, horror al vicio, inclinación al trabajo, despego del interés, desprecio de todo lo que diga a profusión y lujo en el comer, vestir y demás necesidades de la vida, y un espíritu nacional, que les haga preferir el bien público al privado, y estimar en más la calidad de americano que la de extranjero (...)".

Belgrano hizo más cosas por la educación, pero para muestra basta un botón. O cuatro, como en este caso.

Mucha, mucha dignidad Belgrano era de buena familia, rico, instruido, buen mozo, galante. No le faltaba nada para triunfar en la vida. Con buenos modales, educado en las mejores universidades de España, hablaba varios idiomas, sabía de economía y leyes por igual. Sin embargo, por encima de todo, le interesaba el destino de su tierra y se metió de cabeza en la política.

Fue una de las mentes más preclaras del grupo revolucionario que solía juntarse por las noches en la jabonería de Vieytes a tramar cómo despachar al virrey y ser libres.

Después de que se hizo la revolución, marchó a la guerra. Él, que de corceles y de aceros no sabía nada. Le fue bien y mal. Ganó y perdió batallas, pero dejó una estela tras de sí de hombría de bien, coraje y grandeza imposible de igualar.

El que podría haber tenido una vida regalada, plácida, ni siquiera pudo armar una familia, mucho menos cuidar su patrimonio y su salud. Murió solo, pobre, olvidado, asistido por su hermana, en la vieja casona paterna. Tan pobre que, como no recibió a tiempo la paga adeudada, le entregó al médico que lo atendió hasta el final lo único que conservaba de valor: su reloj.

El mismo aparato que, tres años atrás, manos desaprensivas robaron del Museo Histórico Nacional, donde estaba exhibido.

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