Esa parece ser la consigna que guió a la mayoría de los presidentes argentinos para estirar todo lo posible la hora de abandonar los oropeles y resignarse a una vida ciudadana ordinaria. Por influjo de círculos áulicos, mandatos superiores, impulsos irrefrenables o lo que fuere, desde 1853 hacia acá, la historia está poblada de intentos reeleccionistas, algunos consumados, otros fallidos.
Es cierto que la fascinación por el poder –bien conocida y mejor estudiada por psicólogos y politólogos- no es patrimonio exclusivo de nuestra dirigencia, sólo que entre nosotros el sueño de la perpetuidad parece estar más al alcance de la mano que en otras partes, donde hay que sortear mayores obstáculos o directamente no está bien visto por razones culturales. De otro modo no se entendería cómo figuras del prestigio de Tabaré Vázquez, Michelle Bachelet o Lula da Silva se fueran a sus casas portando altísimos registros de popularidad.
El viejo artículo 77 de la Constitución Nacional establecía que “el presidente y vicepresidente duran en sus empleos el término de seis años; y no pueden ser reelegidos sino con intervalo de un período”. La sabia norma concebida por Juan Bautista Alberdi procuraba poner a la naciente república a salvo de experiencias atemporales como la que, en tiempos recientes, había encarnado Juan Manuel de Rosas.
Sin embargo, pese a la restricción constitucional mencionada, casi todos los presidentes que se sucedieron en el mando durante la siguiente centuria abrigaron esperanzas de volver; algunos de modo más explícito, más recatada otros, la tentación de la reelección caló hondo en varios, aunque apenas dos –Roca e Yrigoyen- lograron concretarla durante ese período en que hubo una veintena de presidentes que, por las razones que fueren, no intentaron modificar la Constitución ni alterar las reglas de juego.
La cláusula alberdiana fue removida en 1949 para posibilitar la reelección de Juan Domingo Perón, y repuesta más tarde por el gobierno de facto que suprimió la reforma de aquel año. Así, hasta 1994, cuando se sancionó un nuevo artículo que establece que “presidente y vicepresidente duran en sus funciones el término de cuatro años y podrán ser reelegidos o sucederse recíprocamente por un solo periodo consecutivo”. Desde entonces, los presidentes, reelección mediante, pueden quedarse ocho años corridos en la Casa Rosada.
Lo que sigue es un repaso histórico de cómo les fue a los mandatarios argentinos más connotados a la hora de jugar sus fichas para volver a serlo.
Justo José de Urquiza y la maldición de Pavón
Al vencedor de Caseros le tocó ejercer el primer turno presidencial, entre 1854 y 1860, en tiempos en que el país estaba partido en dos: por un lado la provincia de Buenos Aires, que no acató el nuevo orden y se separó del resto, y, por el otro, la Confederación Argentina con sede en Paraná. El pleito se dirimió del peor modo, mediante una guerra que ganaron los porteños merced a la defección de Urquiza en la batalla de Pavón. Después de eso, el entrerriano se recluyó en su provincia, en tanto que Bartolomé Mitre se convertía en el primer presidente de la Nación reunificada.
Pese al desaliento que cundió en el bando federal y el desprestigio que corroyó su liderazgo, Urquiza intentó volver al ruedo político en 1868, cuando lanzó su candidatura presidencial con el apoyo de referentes provincianos importantes, como Mateo Luque, de Córdoba, y Nicasio Oroño, de Santa Fe. No le fue bien, quedando en un lejano segundo puesto detrás del ganador, Domingo Faustino Sarmiento.
Después, no tuvo tiempo para volver a intentarlo: fue asesinado en abril de 1870 por gente de su mismo palo.
Querer no es poder: Mitre y Sarmiento
Bartolomé Mitre llegó a la presidencia que desempeñó entre 1862 y 1868 con 41 años de edad. Pese a las dificultades que debió enfrentar, o tal vez por eso mismo, su intención era volver al poder luego de que transcurriera el siguiente período. Para facilitar las cosas puso en carrera a su delfín, el ministro de Relaciones Exteriores Rufino de Elizalde. El otro postulante era el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Adolfo Alsina. Sin embargo, la candidatura de Sarmiento alteró el tablero, lo mismo que la inesperada alianza de éste con el caudillo autonomista que se conformó con el segundo lugar de la fórmula que, por amplio margen, consagró el Colegio Electoral. Urquiza, como se dijo, quedó segundo, en tanto que Elizalde, el favorito de Mitre, tercero cómodo.
Al término de su mandato, Sarmiento, picado él también por el bichito de la reelección, desdeñó las aspiraciones de su ex amigo Mitre y, fiel a su estilo, avaló sin disimulo la candidatura de uno de sus ministros: Nicolás Avellaneda, que contaba a su vez con el apoyo de las provincias. Mitre, que igual participó de la contienda, no aceptó el dictamen del Colegio Electoral y denunció fraude. No sólo eso: promovió una revolución para impedir que el ganador asumiera el cargo, que fue conjurada en dos memorables batallas libradas a fines de aquel año de 1874: La Verde y Santa Rosa.
Sobre el final del mandato de Avellaneda, Mitre, que se había quedado con la sangre en el ojo, se autoexcluyó y dio su apoyo a Carlos Tejedor, gobernador de la provincia de Buenos Aires. Sarmiento entrevió la posibilidad de terciar en la disputa por la sucesión, aunque para eso debía lograr el apoyo de Tejedor y que Julio Argentino Roca, la nueva estrella del firmamento político, diera un paso al costado. No consiguió ninguna de las dos cosas y, finalmente, Roca se quedó con el período 1880 -1886. Otra vez soplaron vientos de guerra en medio del traspaso del poder, que fueron puntualmente conjurados para que Roca pudiera asumir.
Insistente, Sarmiento se anotó para el siguiente turno electoral, el de 1886. Mitre, entretanto, concentró sus esfuerzos en cerrarle el paso al concuñado de Roca, Miguel Juárez Celman. Desairados, Sarmiento y Mitre terminaron apoyando la fórmula de ocasión Manuel Ocampo – Rafael García, aplastada en el Colegio Electoral por el gobernador de Córdoba.
Para Sarmiento fue la última: fallecería dos años después, en 1888. Mitre, a quien todavía le quedaba hilo en el carretel, intentó volver a la liza en 1892, cuando, tras la renuncia anticipada de Juárez Celman y el interregno de Carlos Pellegrini, debía elegirse al nuevo presidente.
Enrolado en la flamante Unión Cívica, Mitre prestó su nombre para integrar la fórmula junto a Bernardo de Irigoyen, pero Roca metió la cola y contribuyó al alejamiento de Mitre de la nueva fuerza en ciernes, dejándolo sin el pan y sin la torta. En las elecciones presidenciales de 1898 y 1904, un Mitre activo pero superado por la nueva realidad trató en vano de influir. Murió el 19 de enero de 1906.
Avellaneda, no
Tras llevar a cabo una buena presidencia, prolija y con algunos puntos altos, sobre todo en materia de Educación, Nicolás Avellaneda cumplió su primer y único mandato en 1880. Joven aún –entonces tenía tan sólo 44 años-, y con esos antecedentes virtuosos, podía tranquilamente aspirar a un segundo período, que con el tiempo seguramente llegaría.
Sin embargo, imposible saberlo: la salud le jugó una mala pasada, dejándolo fuera de carrera. Una nefritis crónica que lo tenía a mal traer desde hacía años, terminó con su vida en el viaje de regreso a Europa donde acudió en busca de remedios para su dolencia. Fue el 24 de noviembre de 1885.
Roca, sí
No en vano lo apodaban “El Zorro”. Astuto y calculador, fue el primero de la saga de presidentes argentinos que logró un segundo mandato, sólo que debió esperar no uno, sino dos turnos para volver al poder.
La primera vez, su campaña electoral fue la Campaña al Desierto, que lo catapultó a la fama. Eso, y el apoyo de la Liga de Gobernadores, le bastaron para enterrar las aspiraciones de Carlos Tejedor, a quien duplicó en número de electores.
Podría haber probado suerte en 1892, pero no era su tiempo. En lugar de quemar las naves en un escenario incierto y convulsionado, preparó el terreno para 1898, despejando el panorama de rivales de fuste, como por ejemplo Roque Sáenz Peña, a quien sacó de carrera merced a la candidatura de su padre, Luis Sáenz Peña. El último obstáculo que debía sortear era Carlos Pellegrini, que venía avalado por la pericia demostrada como piloto de tormentas durante la crisis de 1890. Sin embargo, un hecho fortuito –la guerra en ciernes con Chile- inclinó la balanza a favor de Roca, un hombre de armas. Y de suerte.
Así fue como Roca tuvo un segundo período presidencial: el de 1898 – 1904. Al finalizar su mandato, con 61 años cumplidos, no estaba dispuesto a retirarse de la política ni a dejar pasar la oportunidad para intentar un tercer mandato.
Sin embargo, el rompimiento del vínculo con el presidente José Figueroa Alcorta le restó posibilidades con vistas a los comicios de 1910, tanto que prefirió pasar una nueva temporada en Europa, como solía hacerlo, antes que a intervenir en la complicada escena política del primer Centenario. Y para él fue la última: falleció el 19 de octubre de 1914.
Hipólito Yrigoyen: un turno completo y otro inconcluso
Es el primer presidente del siglo XX que logró la reelección luego de un primer mandato y una espera de seis años, como marcaba la Constitución fecundada por la llamada Ley Sáenz Peña, que abrió paso al resonante triunfo radical de 1916.
El excesivo personalismo que se le achacaba al líder de la Unión Cívica Radical le privó de contar con un candidato de su riñón para la renovación presidencial de 1922. Entonces, para garantizar el triunfo, no le quedó más remedio que avalar la candidatura de Marcelo Torcuato de Alvear, un referente de la corriente llamada antipersonalista. Colocó, sí, a Elpidio González en la vicepresidencia.
En 1928, a poco de vencer el mandato de Alvear, quien hizo una buena gestión, Yrigoyen, que pese a su avanzada edad –tenía 77 años- conservaba intacto su predicamento y las ganas de continuar en la política activa, no dudó en aceptar el desafío de un nuevo mandato. Curiosamente, la fórmula a vencer era la de una alianza entre conservadores y radicales antipersonalistas. Se impuso con amplitud, con más del 60 por ciento de los votos, tanto que aquellas elecciones quedaron en la historia como “el plebiscito”.
Lo que siguió después fue todo malo para el viejo caudillo, quien duró apenas dos años en el poder, derrocado por el golpe fascista de 1930. Yrigoyen falleció tres años más tarde, el 3 de julio de 1933.
Juan Domingo Perón por tres
Hasta hoy, el de Juan Domingo Perón es el único caso en la historia argentina de alguien que ejerció la presidencia de la Nación en tres oportunidades. Durante el transcurso del primer mandato, que arrancó en 1946, el peronismo impulsó una reforma constitucional unilateral que se concretó en 1949. Ente otros cambios y consagración de nuevos derechos, la Carta Magna justicialista posibilitó la reelección inmediata. Los comicios presidenciales se llevaron a cabo en noviembre de 1951 y la fórmula Perón – Hortensio Quijano se impuso ampliamente, esta vez con el aporte del voto femenino, debutante en esos comicios.
Ese segundo mandato se interrumpió en 1955, cuando se produjo el golpe de Estado que derrocó a Perón. Después de eso, pasarían 18 años antes que el líder en el exilio pudiera volver a ser candidato por tercera vez.
Impedido a serlo por una cláusula pergeñada por la dictadura de entonces para los comicios convocados para el 11 de marzo de 1973, lo fue seis meses más tarde, tras la renuncia de Héctor J. Cámpora, el presidente electo que duró en el cargo apenas 49 días. Con el apoyo del 60 por ciento del electorado y el aval mayoritario de la juventud, Perón se calzó por tercera vez la banda presidencial, secundado en esa oportunidad por María Estela Martínez, su tercera esposa.
La muerte interrumpió ese capítulo de la historia. Fue el 1º de julio de 1974.
Raúl Alfonsín
Raúl Alfonsín ganó de cabo a rabo las elecciones presidenciales de 1983. Fue, por lejos, el emergente de la nueva etapa democrática que se abría en la Argentina post proceso militar. Con semejante espaldarazo cívico, no sorprendió que comenzara a hablarse de un Tercer Movimiento Histórico, superador del yrigoyenismo y del peronismo, que, por supuesto, tendría al líder radical como figura excluyente.
Para dar forma al proyecto, Alfonsín, tras obtener otro triunfo rotundo en los comicios legislativos de 1985 y con los auspiciosos resultados del Plan Austral a la vista, convocó al llamado Consejo para la Consolidación de la Democracia, una comisión coordinada por el jurista Carlos Nino cuyo cometido era diseñar una reforma constitucional capaz de fortalecer y modernizar el sistema democrático argentino recuperado tras años de dictadura.
Sin embargo, la iniciativa naufragó al compás de las crecientes complicaciones económicas y ruidos políticos que comenzaron a empañar el horizonte alfonsinista, que se oscureció del todo tras la derrota electoral de 1987 y alejó para siempre la posibilidad de una hipotética reelección. Tanto que, desatada la hiperinflación de 1989, el presidente debió entregar el mando con seis meses de anticipación.
Enterrado el sueño de prolongar en el tiempo el proceso histórico que lo tuvo como protagonista central, Raúl Alfonsín no volvió a ser candidato presidencial hasta su muerte, acaecida el 31 de marzo de 2009.
Carlos Menem, con re y sin re - re
El sucesor de Alfonsín, Carlos Saúl Menem, aupado en el éxito del Plan de Convertibilidad, en 1993, desempolvó la idea de reformar la Constitución. Aun cuando el oficialismo contaba con mayoría suficiente en el Senado, no alcanzaba a reunir los dos tercios de la Cámara de Diputados, requisito ineludible para avanzar hacia el objetivo buscado. Se requería entonces de un acuerdo con otra fuerza política capaz de aportar los votos que faltaban. Así nació el llamado Pacto de Olivos, el entendimiento entre Menem y Alfonsín para reformar la Carta Magna sobre la base de un Núcleo de Coincidencias Básicas que incluía, entre otras innovaciones institucionales, el acortamiento del mandato presidencial a cuatro años y la posibilidad de una reelección inmediata.
Así fue como el presidente en ejercicio pudo aspirar a un nuevo período, esta vez de cuatro años, luego de imponerse sin problemas en los comicios de 1995. Sin embargo, durante el transcurso del segundo mandato comenzó a hablarse cada vez con más fuerza de una segunda reelección, que para resultar habilitada requería de una alambicada interpretación judicial, cuya obtención no obstante se puso en marcha. Finalmente, el arresto reeleccionista no contó con el consenso necesario en la sociedad ni en el seno del propio peronismo, donde el sector que respondía a Eduardo Duhalde se atrincheró para impedir su avance.
Menem debió entonces esperar una nueva oportunidad, que no tardó en llegar, adelantada por la renuncia de Fernando de la Rua y el repliegue anticipado de Eduardo Duhalde. El ex presidente se impuso en la primera vuelta de las elecciones de 2003, pero desistió de presentarse a la segunda ronda, con lo que el sueño de emular a Perón se desvaneció en el aire.
Néstor Kirchner, pingüino, pingüina
Nadie puede saber a ciencia cierta si el plan de Néstor Kirchner fue de entrada propiciar la candidatura de su esposa Cristina a la finalización de su mandato, en el 2007, o si, en cambio, la opción a un nuevo turno fue dejada de lado por alguna otra razón. En el terreno conjetural, se mencionaron a su tiempo cuestiones tales como el temor del presidente patagónico de sufrir los efectos del llamado síndrome del “pato rengo” a mitad de su segundo mandato, o los efectos del fracaso reeleccionista en la provincia de Misiones que él se encargó de nacionalizar complicando su propia situación y la de algunos otros gobernadores que acariciaban esa misma posibilidad en sus respectivos distritos.
Lo cierto es que, aun cuando Néstor Kirchner tenía todas las posibilidades de revalidar títulos tras una buena gestión, prefirió dar un paso al costado y, en medio del juego “pingüino – pingüina”, optar por lo segundo, reservándose para él una oportunidad a futuro.
Así las cosas, en diciembre de 2007, Cristina Kirchner asumió la primera magistratura, en tanto que su esposo se convertía en “primer caballero”, como solía chancear el matrimonio por esos días. Si no era un plan ingenioso, igual lo parecía: de esa manera, quedaba abierta la posibilidad, en caso de ser ella una buena presidenta, de repetir, o, según el caso, abrir paso a un nuevo período de él. Y así sucesivamente.
La fatalidad, que no entiende de cálculos políticos, tronchó esa supuesta estrategia: Néstor Kirchner falleció el 27 de octubre de 2010 y con él la posibilidad de volver a ser presidente de los argentinos, que para entonces se hallaba en marcha.
Cristina
Recuperada del desgastante conflicto con el campo –el peor momento de su gobierno-, sobrepuesta a la pérdida de su ser querido y, según ella misma se encargó de resaltarlo, con las fuerzas intactas para seguir adelante, Cristina Kirchner decidió ir por más. Desdeñó la opción –aconsejada por algunos como lo más atinado y conveniente para ella- de retirarse en el mejor momento de su imagen pública para asumir los riesgos y avatares de un nuevo período y garantizar la continuidad del ciclo político iniciado por su marido en el 2003.
Si bien develó la incógnita casi sobre el vencimiento del límite formal, quienes la conocen aseguran que la decisión de afrontar la responsabilidad de continuar, tal como lo confesó durante el anuncio televisivo, estuvo firme desde el primer minuto que se quedó sola. Además de su vocación política, los deseos de su extinto esposo, un constructor incansable de poder, seguramente obraron en ella como un mandato insoslayable, irrenunciable, a la hora de decidir su propio destino.
Si, llegado el momento, la apuesta concita las adhesiones necesarias para imponerse en las próximas elecciones, la actual presidenta agregaría un nuevo récord al de ser la primera mujer electa presidenta de los argentinos: el de ser la primera que obtiene una reelección.
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