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Vieytes y la jabonería de los sueños

Hipólito Vieytes murió el 5 de octubre de 1815. Se lo recuerda por haber sido uno de los propietarios de la legendaria jabonería donde se urdió la Revolución de Mayo. Sin embargo, fue mucho más que un fabricante de jabones y velas de sebo.

Octubre de 1815. Un hombre consumido por la fiebre y la pesadumbre agoniza en una residencia rural, distante cinco leguas de la modesta ciudad que es por entonces Santa María de los Buenos Aires. La esposa vela su delirio febril y coloca paños fríos en su cabeza ardiente. Están los dos solos, alejados de todo y de todos.

El moribundo es Juan Hipólito Vieytes y desde hace algunos meses está confinado en San Fernando de la Buena Vista, a la vera del Río de la Plata, porque el gobierno porteño lo quiere lejos del centro de poder. Es más: de no haber sido por la inclemente enfermedad que lo aqueja desde hace tiempo, lo hubieran enviado a un exilio más distante aun, como al resto de los caídos en desgracia tras la renuncia de Carlos de Alvear, el director supremo.

No sólo eso: a él, que había sido uno de los pilares de la Revolución de Mayo, se lo había indagado, confiscado sus bienes y enviado a la cárcel como si fuera un reo. De la que se le permitió salir para cumplir prisión domiciliaria; obligado más tarde a abandonar Buenos Aires.

¿Por qué, en apenas cinco años, las cosas habían cambiado tanto? ¿Qué quedaba de aquella Revolución urdida y ejecutada con más pasión que planes? En su lecho de muerte, Vieytes debió hacerse una y otra vez la misma, machacona, pregunta. Sin hallar la respuesta, quizá.

Por qué, se preguntaría seguramente por las noches, desvelado, consumido por la fiebre inclemente, la adversidad se había ensañado de ese modo con los principales cabecillas de aquella primera hora, con los que pusieron todo para que la causa independentista triunfara cuando nadie daba un centavo por ella. Moreno y Castelli, por caso; y ahora él. Uno a uno, los más osados debieron abandonar la escena cubiertos de escarnio y mortificaciones inmerecidas antes que de la gloria ganada en buena ley.

¿Por qué? ¿Podrá la revolución –pensaba Vieytes– asediada como estaba desde adentro y desde afuera, imponerse pese a todo? ¿Salir adelante a pesar de todo, o acaso las cosas volverían a ser como al principio, cuando mandaban los reyes?

Desde afuera sólo llegaban malas noticias: que los desastres militares en el Alto Perú, que la invasión que pronto lanzarían los renacidos Borbones para recuperar el poder... Aquí las cosas no estaban mejor: los desaguisados y la lucha entre facciones estaban a la orden del día.

Revolución y después La jabonería estaba un tanto alejada de la Plaza de la Victoria, para que no llegaran hasta allí los malos olores y los efluvios contaminantes. Hipólito Vieytes y Nicolás Rodríguez Peña eran los propietarios. Allí, por las noches, entre calderas apagadas y olorosos panes de jabón recién elaborados, se reunían los patriotas para conspirar contra el virrey. Allí acudían, además de los dueños de casa, connotados personajes como Paso, French, Berutti, Belgrano, Donado, Castelli y tantos otros. Los mismos que cuando llegó la hora no vacilaron en cambiar a Cisneros por una junta criolla. Vieytes no la integró, pero sí varios de sus amigos, todos conspicuos visitantes de la jabonería.

A él, en cambio, le tocó enseguida marchar hacia el interior, junto a la expedición auxiliadora. A Córdoba primero, para poner las cosas en caja. Es que Santiago de Liniers –que se había radicado en Alta Gracia– y los mandos locales habían decidido no acatar a la nueva junta. Apenas llegó, Vieytes desplegó las instrucciones secretas que traía y los mandó a prender. Le tocó atender las súplicas del deán Funes –el único que estuvo a favor del cambio– para que se les perdonara la vida, pero se mantuvo en sus 13.

Fue Ortiz de Ocampo, el comandante militar, el que aflojó y remitió los prisioneros a Buenos Aires. Entonces Moreno despachó a Castelli con órdenes precisas: fusilarlos donde los encuentre. Y así se hizo. En Cabeza de Tigre, cerca de Cruz Alta.

Después, Castelli, Rodríguez Peña y él –Vieytes– siguieron al norte, al Alto Perú, donde el español pisaba fuerte. Allá tampoco se tuvo piedad con el enemigo: había que imponer la revolución a sangre y fuego. Regresó a Buenos Aires antes de que finalizara aquel año de 1810 y, tras la partida de Moreno, se sumó a la Junta llamada Grande y ocupó la Secretaria de Gobierno y Guerra dejada vacante por aquél. No duró mucho: lo arrastró la depuración del 5 y 6 de abril de 1811 cuando, de un plumazo, los morenistas más connotados fueron expulsados de sus cargos y enviados lejos de la metrópoli.

La lista de desterrados era larga: French, Berutti, Donado, Larrea, Azcuénaga, Rodríguez Peña... Sólo faltaban Castelli y Belgrano, pero también a ellos les llegaría la hora.

El ostracismo de Vieytes duró lo que el corto reinado de Saavedra, devorado por la derrota de Huaqui en el Alto Perú. La instauración del Primer Triunvirato devolvió a todos a sus casas y a los primeros planos de la política.

Luego vino la Asamblea General del año 1813, de la que fue secretario, y pareció que las cosas volvían a encaminarse por el sendero revolucionario. En ese tiempo fue, además, intendente de Policía y se ocupó de reglamentar el funcionamiento de una ciudad caótica y nada pulcra como lo era Buenos Aires.

Pero tampoco aquello duró demasiado: la caída prematura de Carlos de Alvear y la crisis política que le siguió arrastró lo poco que quedaba del progresismo de mayo que, tácticamente, había apoyado al voluble director supremo. Por aquello del mal menor. Para entonces Vieytes estaba enfermo del cuerpo y del alma. Cansado de luchar contra la reacción. Acusado de sedición y cargos parecidos, se lo sometió a juicio y, tras un proceso agraviante, debió escuchar, engrillado a su cama, la sentencia condenatoria. Para entonces Castelli, también vituperado, ya no estaba en el mundo de los vivos.

Colofón Juan Hipólito Vieytes murió el 5 de octubre de 1815. Tenía 53 años. Alcanzó a recibir los sacramentos y fue sepultado, como se acostumbraba, en la vieja parroquia de San Fernando. Después que ésta fue demolida, no fue posible dar con los restos del prócer.

Su esposa, Josefa Torres, lo sobrevivió en medio de grandes penurias hasta el año 1827. Sus hijos adoptivos: José Benjamín Vieytes y Carlota Joaquina mantuvieron viva la llama de su estirpe. Su socio y amigo Nicolás Rodríguez Peña falleció en Chile, en 1853.

La jabonería fue demolida y en el solar se levantó un edificio que también fue derribado cuando se construyó la avenida 9 de Julio. Y nada quedó de él, salvo su memoria.

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